Jergas del árbol otoñal.
Hemos caminado en círculos.
Nos hemos marchitado
y hemos muerto en el intento.
Somos hojas amarillas pisoteadas
por el tiempo, tratando
amando, muriendo
Nos hemos besado y abrazado
como una última vez,
y en esa despedida
los conductores de los coches
pasan torpes sin mirar
lo que se fragua en este lado
de la ciudad.
Arde el banco, y podría arder una iglesia
pero hay suficiente sudor
entre el cielo y la tierra
para apagar dulcemente
tanto humo, tanto y tanto fuego.
Y hay palabras para apaciguar
almas perdidas.
La noche en que las gaviotas
arrasan el cielo de España,
y parece que Génova
es el centro de la revuelta
de los muertos vivientes,
todo daba igual.
Se proclamaron en pleno otoño
y las hojas tildadas de amarillo
me recordaron la posibilidad ínfima
de que, por muy mayor que seamos,
podemos ser derrumbados.
Menudo mundo loco.
Insano y tenúe,
casi te toca sin darte cuenta
y sopla la muerte
como a cualquier hoja
amarilla y desterrada de la vida.
Puedes pensar en que hay una fuerza,
que justifica perfectamente
cada acción que te permites,
que permite a tus compañeros triunfar.
Puedes cabrearte y llorar,
quejarte como un torpe vendedor de muletas
para el alma, muletas como poemas.
Y sin embargo, los cumpleaños siguen llegando,
hagas o no hagas nada.
Y ahí lo tienes. Un día alguien te recuerda
que eres viejo, y que es hora de desprenderse
del árbol. Caer y estrellarse contra un asfalto mojado.
A lo mejor las cenizas te han rodeado,
o puede que el espejo se apiade de ti.
Quizás el camino es encerrarse leyendo,
o echar las llaves a todos los cerrojos
con dos piernas exuberantes,
o ver pasar los ojos, las obras de teatro,
los sueños...
Sin camino, sin destino, sin miedo,
inexpresivas y redundantes en actitud,
tristes y alegres, duras y frágiles
como hojas de otoño sobre asfalto.
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