miércoles, 10 de noviembre de 2010

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Él ya no sabía como explicarlo.
Sus dedos tocaban bordeando
las braguitas de encaje.

También pretendía engañar,
con artes seductoras,
al clímax máximo,

sin dejarle llegar nunca.
Aguntando espasmos
y tiriteras corporales.

Le encantaba mirarla cuando mordía
la almohada y las plumas se alojaban
suavemente en los labios

y jugueteaban con el pelo.
Pero no sabía darse una razón,
cuando, por fin, terminaba.

Guzmán hiper-ventilaba.
Perdía la visión periferica
y un mareo

daba entrada a su sensación miserable.
Se sentía vacio.
Quizás el motivo se amendrentaba

por el sabor del triunfo. Siempre dos a uno.
Pero ella siempre se duchaba.
Y en la cama, o en el sofá,

en la bañera, o en el rellano de la escalera
el silencio de gemidos
el dolor en las rodillas

la espalda mojada
las articulaciones rotas
le hacían pensar que no valía nada.

Que era un miserable.
Nunca supo como apartar
esa sensación.

Toda su vida sus manos
conservaron el arte del placer
y su corazón el arte de vaciarse.

Era como si el alma se le escapara
por el pene en un pequeño esputo de gotas
que la otra persona agarraba con una correa

y, pizpireta, paseaba por la ciudad.
Incluso el día de su muerte
comprobo la importancia

pues el último lugar donde dejo su alma
una mandrágora creció
y trepaba como una frase diciendo

"Te has estado despedazando
poco a poco".

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